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martes, 12 de abril de 2011

Argentina : El Debate sobra la independencia de los Bancos Centrales.

EL DEBATE, TRAS LA CRISIS, SOBRE LA INDEPENDENCIA DE

Las culpas de las que nadie se hace cargo

Dos episodios reflotaron el debate en torno del rol del Banco Central. Una descalificación a la gestión de Marcó del Pont en un editorial periodístico y un seminario en el que se advirtió sobre los riesgos de privilegiar el valor de la moneda por sobre la producción y el empleo volvieron a plantear un tema no resuelto y de fuerte contenido político.

Por Raúl Dellatorre
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Mercedes Marcó del Pont, presidenta del Banco Central.
El debate acerca del grado de independencia que deben tener los bancos centrales tiene más de medio siglo, pero se realimentó con el auge del monetarismo de fines de los ’70 y principios de los ’80 y recibió una nueva actualización con la crisis financiera desatada entre 2007 y 2008. En Argentina, sin embargo, la discusión tuvo una dinámica propia y la cuestión recién se dejó ver en superficie a partir de la resistencia frente a la propuesta del Gobierno del pago de la deuda con reservas (fines de 2009) y la posterior salida del Banco Central de Martín Redrado (pocas semanas después).

La argumentación a favor de la independencia total de los bancos centrales es sostenida por quienes consideran que la política monetaria es un asunto técnico que debe estar por encima de la política. Defienden el criterio de que una mayor independencia le da credibilidad a la política monetaria y que la injerencia del Gobierno es sinónimo de discrecionalidad en su manejo. Este concepto supone que cuanto mayor es la credibilidad, más probabilidad de lograr la estabilidad de la moneda existe.

Esta postura se abona sobre la base del pensamiento prevaleciente durante la vigencia del modelo neoliberal como verdad única, para el cual los países debían “generar confianza en los mercados”. Más que una falacia, la fórmula resultó un recurso eficiente para establecer una dictadura financiera en la que la rentabilidad del dinero arrastró a un costado cualquier otro objetivo de política macroeconómica.

A un año de haber quedado al frente del Banco Central, Mercedes Marcó del Pont volvió a ser atacada en estos días por estos mismos sectores, que descalifican su gestión acusándola de no haber tomado la bandera de la lucha contra la inflación y “la defensa del valor de la moneda como misión primaria y fundamental” (La Nación, nota editorial del miércoles 6 de abril). Y lo que es peor, desde ese enfoque, estar tendiendo a convertir a la autoridad monetaria en un banco de desarrollo. Casi un pecado capital.

Como en gran parte de Latinoamérica, cuestiones estructurales como la función de los bancos centrales permanecieron ocultas al debate en la Argentina durante por lo menos tres décadas. La Ley de Entidades Financieras de la dictadura militar, del año 1977, y la Carta Orgánica del Banco Central, cuya versión última le correspondió a Domingo Cavallo y Pedro Pou, fueron elaboradas en función de poner a la autoridad monetaria al servicio de una política de financiarización de la economía. Y hasta el primer año del siglo actual lograron hacerle cumplir ese rol.

Este esquema empezó a fracturarse con el estallido de la convertibilidad, en diciembre de 2001. Sin embargo, la reformulación de los pilares de un banco central amoldado a los fines de un modelo en retirada, hasta hoy, no se concretó.

El cambio de paradigmas que sobrevino a la devaluación (2002) y posterior instalación de un modelo sustentado en la producción y el consumo interno (mayo de 2003) también transformó, en la práctica, el rol del Banco Central. La autoridad monetaria dejó de ser el garante de la libertad de giro al exterior de los capitales por parte de transnacionales, o de actuar como simple puerta giratoria del ingreso y egreso de fondos especulativos. Más aún, su rol desde 1976 al 2001 había sido el de garantizar, vía tasas de interés, la rentabilidad suficiente para atraer a los capitales financieros que balancearan el exceso de importaciones sobre las exportaciones. Es decir, el garante de la combinación letal de destrucción del aparato productivo con creciente endeudamiento externo.

A partir de 2003, paulatinamente, el modelo de crecimiento le fue requiriendo roles más activos a la política monetaria y cambiaria, ahora como garante de la competitividad externa (dólar alto) y del funcionamiento de la economía en una situación extraordinaria de absoluta ausencia de crédito externo (la economía post default de 2002 en adelante).

Sin embargo, ese rol aparecía limitado por las propias restricciones impuestas por la Carta Orgánica del BCRA y un sistema financiero ordenado en 1977 para operar de espaldas a la actividad productiva. Los dos presidentes del Banco que precedieron a Marcó del Pont (Alfonso Prat Gay y Martín Redrado) encuadraban en esa mirada respecto de una autoridad monetaria independiente de la política económica y funcional a un modelo que da ventajas al capital financiero especulativo por sobre el capital productivo. De allí sus cortocircuitos con el poder político (con Néstor Kirchner y Roberto Lavagna el primero, con Cristina Fernández y Amado Boudou el segundo) y su salida del cargo.

Al salirse de los marcos estrictos que establece la Carta Orgánica, Marcó del Pont transgrede indudablemente las tablas sagradas del modelo neoliberal. Pero ocurre que, tal como escribió Joseph Stiglitz hace ya casi ocho años, las autoridades de los bancos centrales toman decisiones que afectan no sólo a la moneda, sino a distintos aspectos de la vida social y económica, como el empleo y el acceso a la vivienda, por ejemplo (ver nota aparte).

Bajar las tasas para aumentar el crédito a la producción y crear empleo podría estar alimentando, al mismo tiempo, fuerzas que generen inflación. Pero tener o no tener desempleo, incluso al costo de tener un poco de inflación, es una decisión de política que excede las facultades del titular del Banco Central. La gestión de Marcó del Pont responde hoy a esa lógica funcional a dichos objetivos de la política económica.

Pero el debate no es exclusivamente sobre el caso argentino. En la última semana pasaron por Buenos Aires dirigentes políticos y especialistas en política monetaria de Brasil, Uruguay, Paraguay, Ecuador, Venezuela y de países europeos, que debatieron, junto a sus pares argentinos, diversos temas vinculados al nuevo escenario global y a la integración económica y financiera. Los mitos aún vigentes del modelo neoliberal y la discusión acerca de las políticas cambiarias frente a un escenario de virtual guerra de divisas entre las potencias mundiales centraron buena parte de la atención del seminario organizado en forma conjunta por la Comisión Nacional de Valores, Cemop de la Asociación Madres de Plaza de Mayo y Cefid.ar. Y allí surgieron dudas y cuestionamientos acerca de si Brasil o Uruguay, por ejemplo, están haciendo lo correcto en sus políticas de sobrevaluación de sus monedas, o si en realidad no están respondiendo a preceptos de un modelo que ya no les pertenece a sus economías y les están haciendo pagar un costo inútil a sus sectores productivos.

No es casual que, en ese marco, hayan surgido elogios al rol activo que está cumpliendo la autoridad monetaria en Argentina a favor de la producción y el desendeudamiento externo. Porque allí reside precisamente uno de los ejes del debate mundial actual entre una ortodoxia neoliberal que aún no asume las responsabilidades por haber generado una crisis global, y una heterodoxia que no termina de diseñar una teoría alternativa que englobe las distintas respuestas que se ensayan al nuevo escenario mundial.

El debate sobre el rol de los bancos centrales también atraviesa las distintas formas de respuesta ante la crisis. En Estados Unidos, la tarea encomendada a la Reserva Federal es no sólo garantizar la estabilidad de precios sino también fomentar el crecimiento y el pleno empleo. La estrecha vinculación entre la política económica y el funcionamiento de la Reserva Federal se ha puesto de manifiesto en plena crisis financiera. Mientras el gobierno de Estados Unidos lanzaba una política agresivamente expansiva, con transferencias al sector privado de cientos de miles de millones de dólares y un déficit fiscal superior al billón de dólares, nadie hubiera esperado una política restrictiva de la autoridad monetaria que privilegiara la preservación del valor de la moneda.

En cambio, el Banco Central Europeo limita sus funciones a proteger el valor del euro y evitar la inflación, imponiéndoles brutales ajustes a los países que enfrentan altos niveles de endeudamiento y deficit fiscales. La defensa del euro ante todo, aun sobre el hambre y el sudor de sus pueblos.

Nueva Zelanda fue uno de los primeros países, a fines de la década del ’80, que, siguiendo el auge de las teorías monetaristas que nutrieron a los modelos neoliberales, modificó la carta orgánica del banco central para independizarlo de la política económica. China es un ejemplo de prácticas contrarias. Su banco central no es en absoluto autónomo; de hecho, funciona como un ministerio más. Y a juzgar por la fortaleza del yuan, la fuerza de sus reservas y el crecimiento económico incluso en plena crisis mundial, no le va nada mal.

En la región latinoamericana, se dan situaciones diversas, con bancos centrales de autonomía relativamente elevada (Chile) o modelos mixtos, en los que las decisiones de la autoridad monetaria se adoptan en un consejo monetario del que participan también los ministerios de Hacienda y Planificación (Brasil).

Pero la discusión sigue abierta. La crisis financiera dejó al desnudo las fallas de control y regulación sobre el sistema bancario, y los supuestos méritos de privilegiar la estabilidad monetaria por sobre otras políticas económicas volvió a quedar en controversia. Sin embargo, sus responsables no se hacen cargo.

Fuente Página/12

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